EL FINAL

El final de toda democracia, y muchas veces se nos antoja inevitable, no sería otro que la conjura de los necios

Debilidad del intelectual

Es un tema muy viejo que viene, por lo menos, reconocido con claridad desde Schopenhauer, cuando el filósofo alemán, en su apolillada terminología romántica, hablaba de genio y locura en un añadido a la segunda edición de su obra capital. Se trata de lo que no es extraño que le suceda al que llamaríamos «el intelectual». Aquel o aquella que, como está pendiente de su mundo de ideas, un mundo de lecturas, de reflexión, aunque desde luego los artistas también entran aquí, se hallaría a merced de algún listo o lista dispuesto a aprovecharse de esa desatención sostenida que muestra el intelectual respecto de las cuestiones siempre urgentes de la vida cotidiana, de la vida práctica.

En resumidas cuentas, el desinterés de fondo del intelectual de pura sangre hacia el dinero no es raro que lo vaya a convertir en víctima del primer o del segundo zorro que atisbe o vea claro el negocio o el valor de mercado de la producción de una intelectual o de una artista. Pues si se introduce un sujeto con visión empresarial, de los que van buscando rentabilidad y negocio en todo lo que miran, porque para eso miran, si se introduce un elemento así en un medio intelectual, es probable que vaya a terminar explotando a alguien o a muchos de los pardillos de pululan por allí.
Creo que fue, por otra parte, Jean-Paul Sartre, aunque tal vez aquí el recuerdo me falle, el que habló en alguna ocasión, largo y tendido, de la característica debilidad sentimental y la dependencia emocional del intelectual. El intelectual es una persona extremadamente vulnerable, dice Sartre, creo que fue Sartre, en sus relaciones afectivas con el otro. Y por eso también suele ser desgraciada, desgraciado, en ese terreno.
Su característica falta de concentración en todos los asuntos cotidianos de la vida práctica, no solo en la cuestión del dinero, eso lo somete a una debilidad constitutiva para, como se diría hoy en ese propio lenguaje empresarial, gestionar su vida, su vida cotidiana. Entonces aumenta la probabilidad de caer en manos de un explotador, como ocurría con aquellos marchantes de antaño en el caso de los pintores y como va a ocurrir también en el aspecto sentimental de su utilización por parte de una pareja que se le haya presentado con la piel de cordero siendo un lobo.

Debilidad del intelectual

Es un tema muy viejo que viene, por lo menos, reconocido con claridad desde Schopenhauer, cuando el filósofo alemán, en su apolillada terminología romántica, hablaba de genio y locura en un añadido a la segunda edición de su obra capital. Se trata de lo que no es extraño que le suceda al que llamaríamos «el intelectual». Aquel o aquella que, como está pendiente de su mundo de ideas, un mundo de lecturas, de reflexión, aunque desde luego los artistas también entran aquí, se hallaría a merced de algún listo o lista dispuesto a aprovecharse de esa desatención sostenida que muestra el intelectual respecto de las cuestiones siempre urgentes de la vida cotidiana, de la vida práctica.

En resumidas cuentas, el desinterés de fondo del intelectual de pura sangre hacia el dinero no es raro que lo vaya a convertir en víctima del primer o del segundo zorro que atisbe o vea claro el negocio o el valor de mercado de la producción de una intelectual o de una artista. Pues si se introduce un sujeto con visión empresarial, de los que van buscando rentabilidad y negocio en todo lo que miran, porque para eso miran, si se introduce un elemento así en un medio intelectual, es probable que vaya a terminar explotando a alguien o a muchos de los pardillos de pululan por allí.
Creo que fue, por otra parte, Jean-Paul Sartre, aunque tal vez aquí el recuerdo me falle, el que habló en alguna ocasión, largo y tendido, de la característica debilidad sentimental y la dependencia emocional del intelectual. El intelectual es una persona extremadamente vulnerable, dice Sartre, creo que fue Sartre, en sus relaciones afectivas con el otro. Y por eso también suele ser desgraciada, desgraciado, en ese terreno.
Su característica falta de concentración en todos los asuntos cotidianos de la vida práctica, no solo en la cuestión del dinero, eso lo somete a una debilidad constitutiva para, como se diría hoy en ese propio lenguaje empresarial, gestionar su vida, su vida cotidiana. Entonces aumenta la probabilidad de caer en manos de un explotador, como ocurría con aquellos marchantes de antaño en el caso de los pintores y como va a ocurrir también en el aspecto sentimental de su utilización por parte de una pareja que se le haya presentado con la piel de cordero siendo un lobo.

De tontos tenebrosos



¿Habéis visto
nada más tenebroso
que un tonto?
Un tonto tiene vastas
concavidades donde
sólo  hay noche y arañas,
lentas arañas tristes.

Y el tonto viene a tumbos
de pajiza desgracia,
a tropezones negros,
dándose en las paredes
de sí mismo, cayendo
en lo más hondo.

                           Encuentra
cosas:  —¿Es esto amor?
¿es lluvia esto? ¿así es el mundo?
Él no lo sabe. Anda
a lo largo de un túnel
sordo.

José Ángel Valente: Punto cero, pp. 117-118.

VOTO DE ABSTINENCIA

Pertenece a la esencia de la imbecilidad estar completamente segura de que no necesita el baculum, el bastón para caminar por la vida. El tonto definitivamente no se deja ayudar y experimenta como ofensa cualquier intento de ayuda. Porque lo ve como un menoscabo de su libertad y su espontaneidad.

Como decía una estudiante: «¿A mí qué me importa Platón si yo tengo mis ideas?».

Dado todo esto, he decidido no volver a hacer por escrito ningún comentario sobre lo que ocurre en la política española o casi en la mundial.

CANTARES GALLEGOS, IV

Probe Galicia, non debes 

Chamarte nunca española. 

Qu’ España de ti s’ olvida 

Cando eres ay! tan hermosa.

Cal si na infamia naceras 

Torpe, de ti s’ avergonza, 

Y á nay qu’ un fillo despreça 

Nay sin coraçon se noma. 

Naide por que te levantes 

Ch’ aIarga á man bondadosa. 

Naide os teus prantos enxuga, 

Y homilde choras e choras.

Galicia, ti non tés patria, 

Ti vives no mundo soya, 

Y á prole fecunda tua 

S’ espalla en errantes hordas, 

Mentras trist’ e solitaria 

Tendida na verde alfombra 

O mar esperanzas pides 

De Dios á esperanza imploras. 

Por eso anqu’ en son de festa 

Alegre á gaitiña s’ oya 

Eu podo decirche 

Non canta que chora. 

El fascismo

A esta gente lo que le ocurre es que sigue al pie de la letra aquello que dijera, según cuentan, Millán Astray en su famosa arenga salmantina. Es decir, esta gente sí que habría llegado a ser, ahora y casi siempre, lo que de verdad son,  ni más ni menos que Inteligencias Muertas.

De modo que el fascista, con su mera existencia, y eso es lo bueno que tiene, demostraría que la inteligencia, en último término, es lo mismo que el amor, como sabía Platón, como sabía también Aristóteles, como sabía Nietzsche…

MADRID TAPAS Y TRENES

Lo de que iba a haber un AVE Madrid-Toledo era mentira desde el mismo comienzo, y perdonen el anglicismo. Todo lo más tren-rápido, mire usted, un AVANT de esos, que tampoco van mal. Pero en la época aquella lo chic era viajar «en AVE», hasta podías pedir una copa de cava y cavilar sobre las fascinantes vidas de ejecutivos, políticos, mujeres de las televisiones y alguna que otra folclórica que venían quedando, porque allí al lado las tenías, una vez pude ver incluso al Gran Wyoming que decía no sé qué del «mamarracho de Marhuenda», ahí le daba. Y se plantaba uno en Toledo en menos de 30 minutos tan tranquilo, sin que se tuviera que notar aún eso tan ofensivo de que es una calle de Madrid, como si vivir en la capital no fuera una absoluta desgracia en caso de no ser turista o no tener bastante pasta. Pero ahora ya no es ni siquiera «tren rápido», y la mayor parte de los días ya puedes contar con casi una hora de trayecto. Así que de dormir muy poco.

Luego llega uno al horror de la estación de Atocha, permanentemente en obras, en la que los empleados de la RENFE han de ir escoltados por vigilantes jurados para que no les pongan pingando o a caer de un burro, o los corran a hostias en cualquier momento, los afectados de cada día, porque los clientes, sufridos sí son, pero gilipollas la mayoría no. La letanía tántrica en lenguaje renferiano es el «les rogamos disculpen las molestias», dicho constantemente, claro, pero eso sí, dicho en un tono abolutamente imperativo, rozando lo marcial: vienen a ordenarte que les disculpes, en una genial contradicción performativa digna de un personaje de Joyce y de los análisis de Grice, Austin y Searle. Sales ya esmagado de un viaje de una teórica media hora, para dirigirte a toda pastilla a la entrada del Metro de Madrid, atribulada institución municipal en la que ya se sabe que cuentan el tiempo de modo peculiar. Si lees que el tren llegará en 4 minutos eso allí significa por lo menos 17, y significa eso de una manera sostenida y regular, lo que indica que hay patrón, es decir, innovación, conteo novedoso, 1 minuto = lo que se les ponga en…

Pero antes de sumarte a las cohortes multirraciales y plurilingüísticas que abarrotan los vagones del Metro con sus maletas (ayer mientras una doña grande y contundente hacía que me empujaba, ante mi sopresa, una colega suya mucho más pequeña,  y agachada, estaba intentando darle a su mano paso franco a mi mochila abriendo la cremallera inferior), has tenido la oportunidad, al salir de la parte de la RENFE proprie dictu, de contemplar a todo un símbolo de lo nuestro aquí y ahora (sin duda, también de muchas otras partes del mundo). Fue que vi, por detrás, a una mujer alta, y potente de musculatura, joven y de coleta rubia, que llevaba el uniforme de los vigilantes jurados, vulgo seguratas, un uniforme que es uno de esos, como nos repiten siempre, porque debe ser importante innovación, «de alta visibilidad», oseasé que se ven cojonudamente desde lejos incluso. La tal dama, solo vista por mí desde su cara posterior, en absoluto oculta, llevaba de manera aparatosa y como disuasoria una gran porra colgando del cinturón ancho de negro cuero reluciente (lo debe ordenar el reglamento, darle lustre al amanecer a los elementos de tan compleja impedimenta seguratil). Era superlativo el falo aquel, lo que se dice todo un porrón de temible aspecto, macizo, erecto hasta la truculencia, genuino fundamento del dispositivo patriarcal cuya visión te comprometía inmediatamente a ser bueno pero bueno, lo que se dice bueno, casi tanto como el novio de marras de la que rige el tinglado. Pero lo de verdad reseñable, lo que vale la pena de ser contado, es el detallazo de que la parte superior de la tal porra, que le obligaba a uno a jurarse freudiano para siempre, como si dijéramos, disculpando, el glande de la tremenda porra iba adornado o envuelto en una cinta gruesa con los colores de la enseña patria, la rojigualda desbordándose hasta caer, y reposar, en las paredes laterales del instrumento corrector de lo que se desvía. Recuerdos del franquismo lógicos a mi edad ya avanzada me acometieron de súbito, las porras abrían entonces las cabezas de los desobedientes a Arias Navarro, es un suponer, es un decir, porque como haber había la tira de ellos, de franquistas, y abrían las cabezas de los disconformes con el argumento de que se trataba de enemigos de la patria con los que había que poner punto y final ya de una vez. Ya sé que fue un lapsus, que es la bandera de todos, de tothom, de todo dios, y que esa mujer tan atlética en realidad guardaba a los empleados de la RENFE de ser objeto de la ira de los que igual van a perder su trabajo por no llegar a su hora no una vez sino casi todas. Nos protegía en realidad ahora a todos los demócratas, esa mujer que viviría en el gimnasio machacándose por la seguridad de todos, lo que pasa es que sería de VOX o del PP, que en Madrid para el caso es lo mismo. Y a eso ella tiene todo su derecho, hasta ahí podríamos llegar. Además, con su aspecto amenazante, fiero, dominante, era casi seguro que compensaba la frustración que le produjo el no haber aprobado el examen de entrada en la Policía Nacional, donde creo que ahora hay que estudiar, y no poco.

HOSTELERÍA PATRIÓTICA

Se me había alojado una dura perplejidad en el esófago, yendo yo por ahí muy molesto atragantado con ella desde que, en el restaurante de mi Facultad de Filosofía, de repente las camareras y los camareros, pero ahora recuerdo que las camareras no, un buen día aparecieron luciendo en el cuello de la camisa de blanco impoluto dos o tres banderas rojigualdas destelleantes, las de todos los españoles y las españolas. Me quedé sin saber qué decir, con la boca abierta, yo que nací 18 años antes de que el Gran Cabrón la espichara. La empresa que yo conocía de tantos años, y que atendía el restaurante estupendamente, al parecer había perdido el concurso que se acababa de celebrar, porque tocaba renovar, y se rumoreaba que la que iba a ocupar su puesto había ofrecido costes de risa Marisa, sin que se fuese a notar lo más mínimo en la excelencia del servicio, y de la comida (esto último se reveló completamente falso). Algún camarero que pudo ser rebelde y en ese momento se largó, me llegaría a comentar que con la nueva empresa la explotación a que se les iba a someter ya pertenecía al ámbito de lo insufrible, pero vaya usted a saber porque igual aprovechaba para jubilarse. Preguntando a unos y a otros obtuve como única respuesta que la empresa entrante era la misma que la que prestaba servicio en no sé qué ministerio o en no se qué instalación militar, y de ahí el estandarte de la patria…Me asustó aquella impericia en el manejo de la deducción natural en medio de una Facultad filosófica. Luego, en la terraza de un bar en una calle toledana, volví a observar a las camareras, también ellas, con rojigualdas en la manga corta del uniforme. Una de ellas española y otra americana del sur. Como la ciudad imperial es como es, se me vino al magín la temática de la militarización municipal de la hostelería. Sin duda como gesto intimidatorio para que la improbable clientela «roja» contuviera la lengua, porque soy de los que piensan que Franco no ha muerto, ¡qué va!, el populacho ignaro le sigue adorando porque no se puede desprender de papaíto.

Pero no, a la solución del enigma arribé partiendo de la más memorable intervención de Gabriel Rufián en el Congreso. «No tengo para pagar el alquiler porque me lo han subido a traición», respuesta de PPVOX: «¡España!». «No llego a fin de mes, estoy en la calle, no me operan de un tumor…», respuesta de PPVOX: «¡España!»— Todo más claro que el agua: los camareros pueden trabajar doce horas diarias por sueldos cada vez más ridículos. Pero se les compensa con capital simbólico de orgullo lo que sube su explotación cada vez más salvaje. «Somos españoles, ahí es ná, y nos paseamos doce horas diarias con la bandera que para nosotros, peruanos…, encarna las delicias sel sueño español».

DOCTRINA JACOBINA EN EL TERRENO DE LO VERDE

De las muchas cosas que aprendí del profesor Jacobo Muñoz Veiga, sobre todo referidas a la conducción de la vida, me acuerdo hoy de una en concreto. Claro que era otra época, yo aún joven, tanto que ni siquiera se había oído hablar del lenguaje inclusivo. Una tarde salíamos de un tribunal de tesis caminando por el pasillo, yo con todo el tocho de los papeles, cuando Jacobo reflexionó del siguiente modo con otro compañero más mayor que él: «Ya, a nuestra edad, solo nos queda mirar, ¡otra cosa ya me dirás!». Lo recuerdo bien porque el que soy mayor ahora soy yo, y sin duda se trataba de una autoironía muy válida, que acompañaba a su otra frase al respecto: «la vejez es la última humillación a que nos somete la vida».

La segunda parte de la doctrina jacobina en el terreno de lo verde iba dirigida, por el contrario, a los jóvenes. Porque de vez en cuando se suscitaban debates que, como suele pasar en lo filosófico, tenían su origen en problemas o problemillas muy pero que muy personales. Como, por supuesto, en este ámbito de lo verde nunca se llegaba a ninguna conclusión que fuese válida para todos, ni tan siquiera aprovechable, y por si ello fuera poca pérdida de tiempo ocurría a menudo que alguien encontraba gusto en descender a detalles muy concretos que a los demás, si no eran gente morbosa, les importaban un comino, Jacobo Muñoz cortaba el asunto de golpe, aburrido de su esterilidad: «¡Bueno, vamos ya a otra cosa, en esto que cada uno se las arregle como pueda!». Con ello sí que estaba llegando, así como quien no quiere la cosa, a una sentencia universalmente válida.